Hace
poco más de un año que vivimos en La Corredoria. Recuerdo que, cuando nos
mudamos aquí, empecé a añorar el bullicio del centro de Oviedo. Llevo cambiando
de piso más de cinco veces en estos ocho años que llevo en Asturias. Al
principio se me hacía fácil. No tenía tantas cosas con que cargar, un poco de
ropa y algunos libros. Al pasar los años, he ido adquiriendo más y más cachivaches,
de los que ahora cuesta despegarse. Sobre todo, algunas ediciones de libros que
con el tiempo aprendes a valorar, la mayoría encontrados en librerías de viejo.
Los he adoptado para que vivan conmigo y hacerme las tardes un poco más
llevaderas.
Ya
en nuestro nuevo hogar (y con un arrendador generoso: especie en vía de
extinción), un piso nuevo, sin humedad, soleado, poco a poco la sonrisa y la
ilusión fueron apoderándose de nuestro ánimo. Me di cuenta de que en la misma
manzana donde vivimos había muchas parejas jóvenes, como nosotros, la mayoría
con hijos. Y fueron los niños, jugando en la pequeña plaza, los que nos
devolvieron de alguna manera la ilusión. Me olvidé de los bocinazos y rugidos
de motores, a los que ya me había acostumbrado en el centro de Oviedo. Ahora
era la algarabía de la infancia la que entraba por la ventana y recorría los
pasillos de nuestra casa, animándonos. Y sí, la paternidad es contagiosa
también. Un año después, nos hemos convertido en padres. ¡Quién nos lo iba a
decir! Ahora recorro las calles empujando un carrito de bebé, es el carro de mi
vida además. Y es que La Corredoria es como la guardería de Oviedo. Sus plazas,
sus calles están llenas de carritos de bebés y niños que van de la mano de los
padres. La semana pasada, Marta fue a visitar a su matrona y esta le comentó
que en una semana tuvo treinta nuevos embarazos.
Yo
no sé si el sosiego, la tranquilidad de los bares, la felicidad en los parques,
lo que hace que este mi nuevo barrio se convierta en el lugar donde me gustaría
vivir muchos años. Un barrio joven, fértil, que pese a la crisis, de su tierra
brotan los nuevos edificios y se extienden más y más. Eso sí, la mayoría todavía
vacíos porque no todos pueden comprarse un piso. Parece que los niños no traen
solo el pan bajo el brazo, sino también la casa. Los niños son misteriosos,
como si vinieran de otro planeta y que ya lo tuvieran todo planeado.
Me
gusta abrir la ventana y que el sonido que entra por ella sea la algarabía de
la infancia en el parque, ese mundo joven que rejuvenece la casa entera y a los
que en ella viven.
Mientras recorro el barrio, Martín duerme al
ser mecido, unos gritos de niños en la plaza lo despierta. Martín abre los ojos
y mira fijamente su alrededor. Le digo que me gustaría seguir viviendo aquí, no
porque odie ya cambiar de casa, sino porque me gusta este sitio, me gusta la
biblioteca «El Cortijo», rodeado de jardín y de gente. Y a donde pronto te
llevaré, pequeño gigante. Me quedo sentado en un banco de la Plaza Conceyín,
saco el libro de poemas Carrusel, de
Iona Gruia y le leo a Martín los versos: «Busco tu mano en la noche, / tu
minúscula mano, / tu mano de bebé, talismán mío, / para escapar de oscuros
pensamientos». Y sí, amigos, los niños nos salvan de nosotros mismos.
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