Un don contagioso
De izquierda a derecha, Rodrigo Olay, Cristian David López y José Ángel Gayol. Foto: lnes.es |
Cristian David López nació en un remoto rincón del Paraguay. A los cuatro años pasó a educarse en una comunidad religiosa, “Pueblo de dios”, que pretende continuar las formas de vida del cristianismo primitivo. Allí, dedicando las horas libres de estudio al trabajo de la tierra, a la oración en común, y serenamente apartado de la civilización y del “mundanal ruïdo”, hizo valer Cristian, como ni el propio Fray Luis se hubiera imaginado, aquellos versos del salmantino que fueron escritos paradójicamente, según la leyenda, en la pared de la celda en que pasara cinco largos años: “Dichoso el humilde estado / del sabio que se retira / de aqueste mundo malvado / y con pobres mesa y casa / en el campo deleitoso / con sólo Dios se compasa”. Pero en aquel lugar, sin embargo, no había apenas libros. Y Cristian intentó fundar una biblioteca. Escribió una petición, recogió firmas, y después emprendió un trabajoso viaje hasta la capital, donde solicitó ayuda allá donde creyó que pudieran dársela. Nadie respondió. Pero un año más tarde, una noche de terrible tormenta en la que su poblado se hallaba anegado por aguas oscuras, sonó milagrosamente el móvil. La embajada de los Estados Unidos donaba a Cristian y sus compañeros libros por valor de tres mil dólares. Y así llegaron al poblado nuevos inquilinos que muy rápido empezó a tratar Cristian como a miembros de su propia familia: Poe, Withman, Shakespeare, Twain y un largo y mágico etcétera. Cuando acabó el bachillerato, empezó Contabilidad, pero hubo de abandonar sus estudios universitarios. Emigró entonces a Buenas Aires, donde vivió un año, y quedó maravillado por las fabulosas librerías de Corrientes. Vino después, pero eso ya lo sabemos, a España.
Desde siempre ha admirado Cristian a los escritores, y desde siempre ha querido él convertirse en uno de ellos. Y aquí está el fruto, la prueba. En cuanto estuvo en su mano, hizo cuanto fue posible para publicar un libro; él, que los ama más que nadie y que los ha leído todos, que ignora la palabra aburrimiento, que salta de Goethe a Celaya, de Mann a Neruda, de Conan Doyle a Lorca, y así sin parar; él, que quiere seguir fundando bibliotecas, que abrirá dentro de poco en su poblado la que él mismo ha bautizado como “La casa de las palabras” en su poblado; él, que cree más que nadie que las librerías son sucursales del paraíso.
Poemas del exilio es el hijo deseado de una pasión, de un enamoramiento feliz e impetuoso. Aunque Cristian sabe, porque también lo ha leído, que, como apuntaba Valente, la condición del poeta es el exilio y que solo desde el extrañamiento y desde la lejanía podemos observar la realidad, nada más ajeno a la acritud o la oscuridad que Poemas del exilio. El libro es una fiesta, una apuesta decidida por la luz, una afirmación del optimismo y la bondad. Mucho nos pueden enseñar estos jóvenes versos joviales. En uno de los poemas, a una lombriz la alegra pensar que el sol exista aunque ella no pueda verlo; en otro, un hombre que debe levantarse para trabajar cuando aún es de noche se felicita, en un verso que sabe al mejor Miguel Hernández, porque puede “madrugar los caminos del labriego”, porque le es dado ver amanecer; en otro más, dedica a las manos de su madre, esas capaces de “coser sueños”, un emocionante y emocionado recuerdo. Y es que ha aprendido Cristian David López la lección de la Premio Nobel Wislawa Szymborska, autora de una poesía de engañosa sencillez, limpia, acogedora, en que late la profunda decisión de la felicidad. Pueden entonces relacionarse estos Poemas del exilio con una cierta tendencia de la poesía española contemporánea, abanderada por los poetas del grupo Númenor, Miguel d´Ors a la cabeza, cuyos más descollantes miembros, autores jóvenes de gran interés y valía, serían Enrique y Jaime García Máiquez, Jesús Beades, Rocío Arana o Alejandro Martín Navarro. Apuestan estos autores por una poesía de elaborada y delicada factura fundada en un aquilatado conocimiento de la tradición, por una poesía inteligible, acogedora, que aborde los temas de siempre con frescura y sabiduría y que se imbuye de una dulce religiosidad, de una afirmación luminosa de la fe y de fe en el mundo, la misma fe que encontramos en estos Poemas del exilio.
El gran lector que es Cristian sabe como ninguno que los poemas más nuestros los han escrito siempre otros poetas. Quiero traer aquí unos versos de uno de los autores que acabo de citar, Enrique García Máiquez, incluidos en su último libro, Con el tiempo, porque creo que dan la medida exacta y el tono del libro de Cristian, de su capacidad para cobijarnos de la tormenta y devolvernos a la vida reconfortados y alegres por querer y saber ver la luz incluso entre sombras:
La higuera estéril
Aquella higuera que por no dar frutos
maldijo Jesucristo
sin pararse a esperar, sacrificándola
a una enseñanza dura para todos,
dio la leña más seca: las mejores
fogatas del invierno se encendieron
con sus resecos troncos y a su arrimo
se juntaron extraños, se bebía,
se inflamaba el amor de los esposos,
y los niños (ceñidos por su luz
con una túnica que Salomón
en todo su esplendor jamás vistiera)
reían sin motivo. Alguna viga
también salió de aquella higuera inútil
y sostuvo una casa. Y hecha barco
hubo una tabla que llegó hasta Tarsis
empapada de sal y de aventura.
Aquella higuera pobre, sólo sombra
y polvo, recibió una maldición
y en ese mismo instante fue bendita.
Cuántos frutos la higuera. Siempre es tiempo.
Sin embargo, también hay hueco en Poemas del exilio para la nostalgia, para los versos que se ocupan de la sinrazón cotidiana, del paso incómodo del tiempo, del amor amargo a veces pese a las “lentas caricias”, de lo difícil que es partir de casa sin saber, igual que Ulises, si algún día habrá un regreso (Paraguay y la lengua perdida, el guaraní, se recuerdan encendidamente en estos Poemas del exilio). Pero siempre encuentra espacio Cristian, sabiamente, para recordarnos, como él dice, que “la hormiga / sube la montaña silenciosa / tras una miga / de esperanza”.
Y es que Cristian cree con Borges, también por haberlo leído, que la belleza es común y nos rodea, aunque eso no la hace ni mucho menos vulgar. La belleza nos tiene sitiados silenciosamente, tanto que lo olvidamos y la olvidamos, pero ahí está Cristian para recordarnos con su voz cálida y “sencilla como mayo amarillo” cuántos motivos tenemos para la dicha. Además, porque él las quiere más que a nada, las musas quieren a Cristian, y así está él siempre con un nuevo poema en la recámara, con renovadas e inacabables ganas de decir y cantar, y leer y escuchar y compartir lecturas. Porque Cristian, él mismo, es un don contagioso. Tiene la vehemente capacidad de mirar todo con ojos asombrados y además, o quizá por ello, resulta infatigable. Construirá tantas bibliotecas como quiera y llevará su alegría tan lejos como se proponga.
De momento, su recién inaugurada biblioteca personal y toda su alegría están ya en este libro, “dorado como un rayo de sol”.
Rodrigo Olay
Diciembre, 2010
Muy bien esta presentación. Hay que felicitar a Rodrigo Olay, que se está convirtiendo en el presentador oficial de jóvenes poetas: primero Jesús Santos, ahora Cristian David López.
ResponderEliminarJLGM