miércoles, 3 de noviembre
Un poeta
José Ángel Gayol le editó su primer libro, que me interesa más bien poco. «Lo que deberías haber hecho es desaconsejarle que lo publicara», le digo. «Estaba tan entusiasmado?», me responde. Y yo: «Ya sabes el consejo que suelo darles a los jóvenes poetas: que no escriban, que telefoneen».
Hoy toma un café conmigo en el Colonial ese joven poeta Cristian David López y me arrepiento de la dureza con que traté sus versos. A los 23 años todavía está permitido escribir malos poemas. Cristian nació en un remoto rincón del Paraguay. Desde los 4 años se educó en una comunidad religiosa, Pueblo de Dios, que trata de continuar los modos de vida del cristianismo primitivo. Viven lejos de las ciudades, en aldeas propias. Practican la oración en común y creen que todavía el Espíritu Santo sigue enviando profetas. Cristian leyó su primer libro a los 17 años. Se trataba de «El gran Gatsby». No es mala manera de iniciarse a la lectura, pero qué extraña debió de resultar la evocación de los locos años veinte en medio de tanta trabajosa desolación.
Apenas había libros en aquellos lugares donde se reza y se trabaja de sol a sol y aun así con las malas cosechas se pasa hambre. No había libros, pero sí internet, y Cristian se bajó varias obras de Shakespeare y también los sonetos. Todavía adolescente quiso crear una biblioteca para la comunidad. Escribió una petición, buscó las firmas de sus compañeros y se subió al autobús que, una vez al día (y siempre cargado hasta los topes), llegaba hasta Asunción. Allí buscó las distintas embajadas y fue entregando su escrito. Nadie respondió. Pero un día, había pasado más de un año, una noche aterradora de tormenta, lo recuerda bien, con todo inundado y sin luz, sonó milagrosamente el móvil, uno de los primeros que tenían. Llamaban de la Embajada de Estados Unidos, les donaban libros por valor de seis mil dólares. Y llegaron los cuentos de Poe y los versos de Whitman, todo Shakespeare y las aventuras de Tom Sawyer y Huckleberry Finn descendiendo el Mississippi. Un cargamento de maravillas. Pero él apenas pudo disfrutarlos. Emigró a Buenos Aires, donde malvivió en una villa miseria, y quedó deslumbrado ante las librerías de Corrientes desbordadas sobre la acera.
Desde niño quiso ser escritor. Publicar un libro le parecía la mayor hazaña. Cuando estuvo en Asturias, y ganó algún dinero trabajando como pintor, con sus primeros ahorros buscó quien le editara. «Ya me arrepiento», me dice.
Yo ahora leo sus versos, que hojeé despreciativo, con otros ojos: «Ser bueno es la forma de no morir, / ser bueno es la forma de ser inmortal, / de no morir en el corazón de la gente».
«Algunas veces pasé hambre», me dice sonriendo. «Allí había lo que nosotros llamamos una olla común, un comedor colectivo, pero si te retrasabas cuando llegaba tu turno ya se había acabado la comida. Y a veces no me acercaba a comer porque me parecía que no había trabajado lo suficiente, que no me la había ganado. Antes era más humilde, ahora lo voy siendo menos».
Me enseña los libros que acaba de comprar: el «Werther» de Goethe, «Las Tablas de la Ley» de Thomas Mann y el «El perro de los Baskerville», de Conan Doyle. «Me entusiasma Sherlock Holmes. Me enseña a razonar».
Antes de volverme al Milán, le señalo el camino de la librería Don Quijote. Está buscando los poemas de Whitman.
¿Cómo no sentirse identificado con el niño que, antes de tener un libro en las manos, ya soñaba con los libros? Cristian vale más que sus poemas, pero no me extrañaría nada que muy pronto sus versos valieran tanto como vale él.
JOSE LUIS GARCIA MARTIN
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