Despertó a las seis de la mañana, besó un libro viejo que dormía encima de una silla junto a su cama, le dijo con una sonrisa jubilosa:
- ¡Buenos, días amigo! –tenía la buena costumbre de personificar las cosas, como si todo a su alrededor tuviera sentimientos. Aquel amigo era un libro rojo grueso de hojas cosidas, amarillentas, de quinientas páginas aproximadamente y lo había comprado un domingo que ya olvidó en el mercado del Campillín. Unas letras doradas sonreían etéreas, inmóviles en la portada “DOSTOIEWSKY”. Leer aquella palabra cosmogónica lo elevaba más allá del karma abriéndole el tercer ojo, le daba una especie de delirio transcendental. Hojeó las páginas y las olió, ojeó los caracteres, quedó fascinado. Se levantó de un salto y abrió las persianas:
- ¡Qué lindo! La mente fresca como la mañana. La sabiduría se asoma como la luz del gran Helios para encaminar, iluminar al ciego! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!.
Cerró el libro y lo volvió a abrir justo por el medio y empezó a delirar con aquel personaje.
–¡Raskolnikoff! ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
No hay comentarios:
Publicar un comentario