viernes, 4 de septiembre de 2020

Sabiduría y humor

 

Mark Twain

Encuentros y extravíos

Traducción y selección de Javier Recas

Renacimiento, Sevilla, 2020

 


Una de las frases favoritas, solía repetirla mucho en sus giras, del cantautor argentino Facundo Cabral era esta de Mark Twain: “A mi edad, cuando me presentan a alguien, ya no me importa si es blanco, negro, católico, musulmán, judío, cristiano… me basta y me sobra con que sea un ser humano. Peor cosa no podría ser”. Esa frase describe perfectamente la poca confianza que tenía el autor de Huckleberry Finn en el ser humano.

Todo lector tiene cierto cariño por alguna de las obras de Mark Twain –seudónimo de Samuel Langhorne Clemens–, que había nacido en un pueblo de Florida (Missouri) en 1835. Era el sexto de los siete hijos de John Marshall y Jane Lampton Clemens, y sobrevivirá a todos sus hermanos, a su esposa y a tres de sus cuatro hijos. Falleció en 1910. Su espíritu inquieto lo llevó a ejercer muchos tipos de trabajos. A los once años había dejado la escuela para trabajar en una imprenta; ejerció de piloto fluvial, de minero, de corresponsal de prensa en diferentes rincones, de conferenciante y, por suerte, también se dedicó a ser escritor, creando así a dos figuras, dos niños (Huckleberry Finn y Tom Sawyer), capaces de llenar nuestra imaginación con las aventuras más memorables y grandiosas jamás leídas. Su mundo es el de la infancia, un mundo que puede llegar a ser, sin duda, terrible, injusto y al mismo tiempo apasionante.

Su prosa se caracteriza por el humor que destila y la profunda visión sobre la sociedad. Mark Twain es un escritor, un sabio de la vida, que se ha hecho a sí mismo no solo a base de literatura, sino sobre todo aprendiendo de la experiencia, de la realidad.  

En Encuentros y extravíos, se recogen sus más brillantes, certeras y sabias frases, extraídas no solo de sus obras literarias, sino además de sus cartas, discursos y conferencias. La edición, selección y traducción de los aforismos fue hecha por Javier Recas, que ha tenido el cuidado de señalar tras cada frase el título de la que se ha extraído, además de la fecha en que fue escrita. Incluye además esta edición una rica bibliografía sobre el autor norteamericano.

Un libro de aforismo se puede leer de diversas maneras, esa es una de sus cualidades. Lo podemos picotear, dejando que los ojos se posen al azar en cada frase, o simplemente leerlo de seguido, pasando de un aforismo a otro. Todo esto se puede hacer con Encuentros y extravíos, pero además, al llevar título los aforismos, título que indica su tema, el lector puede dirigirse primero al índice –ordenado en orden alfabético– y buscar el tema que le interesa o le llame la atención.

Encuentros y extravíos es una especie de diccionario de Mark Twain. Los aforismos con su título propio adquieren una individualidad, una propia vida, totalmente independiente de la obra de la que fueron entresacados. Así cada aforismo parece más bien una breve fábula, que por ser fábula, siempre es contemporánea, porque la sabiduría, la verdadera, no envejece nunca. Como las que se recogen aquí, en Encuentros y extravíos.

El tono humorístico, sarcástico, cercano a veces a lo chistoso caracteriza a la mayoría de sus ingeniosas frases, como por ejemplo esta sobre las “juntas escolares”: “En primer lugar, Dios hizo idiotas. Esto fue para practicar. Luego hizo Juntas escolares”. Reírse de sí mismo era otra forma de chiste: “Preferiría mi ignorancia a los conocimientos de otro hombre, porque tengo mucha más”.

La desconfianza en el hombre se manifiesta en la mayoría de sus reflexiones. Así de “Honradez” dice: “Cualquier hombre es totalmente honrado para sí mismo y para Dios, pero para nadie más”.

Si Mark Twain pudiera hojear Encuentros y extravíos, encontraría una obra suya totalmente nueva, inédita; un volumen que leería, como lo hacemos ahora, sin despegar la sonrisa de los labios. Sonrisa que solo la sabiduría trazada con humor produce, al mismo tiempo que reconforta e ilumina.

[Reseña publicada en la Revista Clarín]

Cristian David López

lunes, 31 de agosto de 2020

El poeta y el mar

 

Rodolfo Dada

Un niño mira el mar

Prólogo y selección de José Francisco Cruz

Palimpsesto, Carmona, 2019

  


La sencillez en la poesía del poeta costarricense, Rodolfo Dada (1952), es engañosa. Porque creemos que en la primera lectura de Un niño mira el mar ya se nos dice todo, como si estuviéramos contemplando desde fuera la superficie de un arrecife de coral. Sin embargo, no podemos evitar releer algunos poemas que por su sencillez nos invitan a desconfiar de nosotros mismos y no obligan a bucear, olvidándonos de nuestro propio mundo, en cada poema, como si fuera un retazo de mar, dentro del cual encontramos pequeños universos: “En el fondo del mar hay un potrero. / La corriente, como el viento en los pastizales, / mueve las verdes algas”. Sus poemas son breves cuentos que enriquecen esa falsa sencillez. Por citar un ejemplo, “El mar y la rayuela”, donde el que nos habla es el niño, o el poeta mismo que mira ese mar con ojos de niño y que no deja de contagiarnos con su asombro.

El mar es un dios azul que está de forma omnipresente en la cosmopoética de Rodolfo Dada, pero también el bosque y su verdor, los esteros y las garzas. Es un poeta, cuyo espíritu y andar por la naturaleza nos evoca a Basho y a sus paisajes detenidos en palabras claras y sencillas. Todo cobra vida en la poesía de Dada: “Hoy estoy aquí con mi balde repleto de esos pequeños tesoros. Y advierto que en mis manos, los trozos de madera cobran vida y me siento entonces en la arena, a conversar con un perro perdido, con una zarigüeya, con un carbón pequeño que me habla de un incendio, con un pájaro azul que reposa en su nido…”. Poesía, donde incluso los muertos son incapaces de morir, como en “Carta a Guillermo Márquez” o “Con un hijo nuevo amanezco”, poemas en los que se evoca la otra cara de ese mundo donde la violencia no está ausente. A veces, el tono irónico elude cualquier resquicio a lo melodramático: “Parece mala broma / que después del plomito no volvieras / justo cuando el trabajo arreciaba […] Dejá de esconderte por tan pequeña cosa”. Quizá para Rodolfo Dada no nos morimos, más bien nos escondemos, nos marchamos de viajes. Es lo que se suele decir a los niños. Y es que la muerte nos une a alguien mediante un recuerdo, o un mundo compartido (como cuando dice: “Mi padre es mar”).

Con Rodolfo Dada comprenderemos que el paraíso todavía no está perdido, gracias a su poesía. Paraíso donde el niño que fuimos parece seguir jugando, hablando con las hormigas, dibujando en arena, saltando sobre las rocas… creando mundos con palabras, adivinanzas, nanas, mientras va cantando cancioncillas que reivindican el trabajo y lo difícil que a veces es subsistir, une ese mundo infantil de cuentos a la realidad: “Si papá trabaja / duro en el estero, / trabaja la fragua / y el aserradero. / Si tiene un cuchillo, y un sucio sombrero, / si tiene una lima / y es un buen botero. // ¿Di por qué Yaoska / no tiene zapatos?”. De ahí que la poesía infantil de Dada, como afirma en el prólogo a este libro Francisco José Cruz, es para todo tipo de lector, porque su poesía, como toda gran poesía, tiene varios niveles de lectura.

El amor, en medio de ese mar azul y, a veces, oscuro, es un velero que no se hunde sino más bien surca sin temor, con confianza, mecido por las olas: “y te amaré en silencio / y dejaré que sigas con tus rezos / tus manos penetrantes / mientras abres mi corazón / como la casa que habitas”. Unida a este tema está la maternidad: “Mi mujer es lecho en las crecidas / cántaro para el amor / es estera de junco / canasto de remos”. Así, en pocas palabras, el poeta es capaz de seducir y atraernos hacia su mundo.

La sencillez en la poesía es engañosa, por eso, muchas veces, caemos en su aparente ingenuidad y bajamos la guardia y nos emociona. Tal es el caso de este poeta, niño por cuyos ojos vemos de otra manera la vida y el mar.

[Reseña publicada en la Revista Clarín]

Cristian David López