Busco el Museo James Joyce.
Recorro las calles Street Parnell y Street Summerhill. Entre la brisa flora un
aroma conocido, “Oh María, mi dulce María”, pienso y suspiro. Dejo que entre un poco en
mi alma los átomos que contienen el secreto de la paz. Encuentro el museo, pero
ya han cerrado. Me quedo a sentarme enfrente mismo del museo y contemplo el
edificio, que no se distingue de los demás, como la vida mía.
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