Como algunas personas, un libro
te puede cambiar la vida. Ya entrábamos en el siglo XXI y en la escuela de mi
comunidad Repatriación, en el interior del Paraguay, aún no teníamos libros. Yo
aún no sabía lo mucho que me iba gustar leerlos. Estaba a punto de cumplir
dieciocho años, cuando un día llegó un señor a mi pueblo y trajo consigo El Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald. Al
ver que yo miraba el libro con cara de hambre, me lo dejó. “Cuando lo acabes,
me lo devuelves”, me dijo. Lo cogí cuidadosamente y le di la vuelta una y otra
vez, como si estuviera sosteniendo en mis manos una delicada joya. Lo hojeé y
lo olí como un perro, era un nuevo olor para mi olfato. Al principio a penas
podía leerlo, no tenía mucha costumbre. Pero pronto cogí el ritmo y, aunque
tardé varias semanas en leerlo, descubrí entonces que me había enamorado de la
literatura y que ya nunca más podría estar sin ella. Algo mágico había surgido
en mí después de acabar esa obra. La lectura es una droga, una bella adicción,
pensé. Quedé con las ganas de seguir leyendo libros, pero no contábamos con
biblioteca en toda la comunidad. Fui preguntando a la gente si sabía de alguien
que tuviera un libro para prestármelo. Fue en vano. Los gobernantes parecen saber
que la lectura es una forma de liberación, y no quieren que seamos libres.
Saben que la ignorancia es una forma de encadenar, de silenciar a un pueblo.
Saben que la lectura nos abre los ojos para ver verdaderamente el mundo. Pero
poco pueden hacer contra la voluntad de unos jóvenes que realmente desean
aprender.
Al ver mi afán en la búsqueda, uno de mis
profesores trajo en un diskette unas obras de Shakespeare; las había descargado
de Internet. Yo las imprimí todas. En poco tiempo ya estaba citando algunos
aforismos a mis amigos y se quedaban boquiabiertos. Entonces ellos también
quisieron leer, y las copias fueron pasando de mano en mano, de clase en clase.
Unos cuantos ya habían empezado a citar a Shakespeare y ni siquiera sabíamos
pronunciar el nombre del gran dramaturgo. Me di cuenta entonces que no
solamente yo tenía ganas de leer literatura. “Ya es hora de que tengamos una
biblioteca”, dijimos. Nos surgió la idea de juntar firmas y hacer una solicitud
a cada embajada que había en el Paraguay.
A las dos de la madrugada me subí
en el único bus que llegaba hasta Asunción. Al llegar allí, busqué las
embajadas y fui entregando mi solicitud. Pasó un año y nadie respondió.
Habíamos perdido las esperanzas. “Al menos lo intentaste”, me consolaron mis
compañeros. Pero un día, sonó el móvil. Nos llamaban desde la embajada de los Estados
Unidos para donarnos una colección de los autores clásicos de habla inglesa. En
la escuela y en la comunidad nos pusimos tan felices. No lo podíamos creer. Iba
a ser la primera vez que venían unos gobernantes a traernos algo que no fueran
promesas y falsas esperanzas. Les esperamos con danzas y cantos en la escuela. Y
entonces llegaron los libros de Poe, Jack London, Whitman… Pero yo no los pude
aprovechar. Enseguida emigré a Buenos Aires para ganarme la vida. Pero me iba
feliz, sabía que en la comunidad teníamos ya una biblioteca, un tesoro muy
valioso para la futura generación.
Hoy recuerdo que el profesor que
me había pasado las copias de Shakespeare nos comentó un día en clase que el mejor
libro de literatura era El Quijote.
Yo me imaginaba que Don Quijote era un personaje impresionante y que algún día
me gustaría ser como él de bueno. Recién en el 2008, cuando llegué a España, a
Oviedo, pude ver por primera vez un ejemplar del Quijote, en el Campillín. Lo compré, regateando, por un euro, y
aquella misma tarde me puse a leerlo, no solo por mí, sino por todos aquellos
amigos que no pudieron hacerlo.
Me duele decirlo, pero como
tantos jóvenes yo me escapé del analfabetismo al salir de mi tierra. No voy a
negarlo, lo mejor que me ha pasado fue encontrarme con España, con Asturias,
con Oviedo. Aquí encontré bibliotecas a mi alcance, puertas abiertas a los
sueños. Gracias a ellas he aprendido a leer y ahora estoy aprendiendo a
escribir.
Aunque es verdad que hay
sabidurías que no se adquieren leyendo libros, sabidurías que no nos dan los
gobernantes, que solo se aprenden pasando necesidades y todos esos momentos de
nuestras vidas en los que podemos ver con más claridad nuestros sueños. El
valor de las cosas se aprende mejor con el sudor de tu frente o, como se dice
en Paraguay, “por las costillas”.
Publicado en La Nueva España (5/5/2015)
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