Solo
aquel que ha vivido muchos años en una sociedad distinta a la suya –y para
sobrevivir ha tenido que adaptarse a otra cultura, a otras lenguas, a otras
costumbres– sabe lo que es ir perdiendo la lengua materna. Yo creía que la mía
viviría conmigo hasta el último día de mi vida, pero me temo que no va a ser.
Siento decirlo, también ella me va dejando huérfano. Aún no lo ha hecho del
todo, pero he perdido la costumbre de hablarla con agilidad. He olvidado algunos
vocablos y he perdido la capacidad de escribir sin mirar el diccionario, como
si estuviera redactando en una lengua extranjera.
La
semana pasada se celebraba en mi país el “Guarani ára”, el día de la lengua
guaraní, que es, junto al español, el idioma oficial del Paraguay.
No
hace mucho, al decir que era bilingüe, me preguntaron si yo pensaba en guaraní
o en español. Les respondí que la mayor parte del tiempo lo hago en la lengua
cervantina. Esto no siempre fue así. Llevo casi nueve años en España, pero llevo
fuera de Paraguay más de diez años. Desde el primer momento en que llegué a
este país, lo primero que hice fue acercarme a la gente de aquí. No me encerré en
mi habitación, con mi lengua. Pese a mi timidez, necesitaba salir fuera y
buscar el modo de ganarme la vida. Mi primer jefe era de un pueblo de Grado, y
hablaba medio español y medio bable. Y el acento asturiano es, después del aserehe, lo más pegadizo que hay.
Enseguida adquirí el acento asturiano. Mi lengua materna, el guaraní, el que
acaparaba mi vocabulario personal, se fue apagando poco a poco como una fogata
al que le falta oxígeno. No la usaba mucho.
Hace
cuatro años mi pensamiento empezó a producirse casi solo en español. Antes, cuando
iba caminando solo al trabajo o paseando por la ciudad o el parque, solía ir
murmurando en guaraní. Ahora lo hago en español y no me doy cuenta. Para colmo,
hasta me enfado en castellano. Y como los españoles, suelo decir “tacos” o
palabrotas en castellano.
Estoy
seguro que la gente que nunca ha vivido fuera del Paraguay no entenderán la
situación de los que estamos viviendo en el extranjero. Te empiezan a criticar
y a tachar de “kupera” si por si acaso tienes acento argentino, o dices las
coletillas que usan los argentinos, como “viste?”, “boludo” y cosas así. O si como
en mi caso dices, al igual que los españoles, “mola un montón”, “hala”, “si,
ho”, “cojones”, “Ye verdad”, o simplemente pronuncias un poco más la zeta, tus
paisanos te empezarán a mirar raro y a refunfuñar como si fueras un extraño. Y
es que acaso ya eres un extraño para ellos. Ay amigo, se ríe de las heridas
quien no las ha sufrido jamás.
Con
tal de intentar evitar sentirme un extranjero en mi tierra, lo que hago es
hablar en guaraní, aunque ya lo hable mal. ¡Y yo que era tan guarango! Y aun
así te critican y para colmo, lo hace gente que nunca habla en guaraní.
Muchos
no entienden que quienes nos vemos obligados a salir fuera de casa tenemos que aprender
diferentes formas de hablar para adaptarnos a otras culturas. Eso nos facilita
la convivencia con las personas con las que convivimos habitualmente. Y no es
cosa fácil dejar aquello a lo que estamos acostumbrados. Se necesita esfuerzo,
romper barreras. Nos adaptamos a una sociedad para que en ella nos adopten como
uno más, aunque corramos el riesgo de perder algo nuestro, como la lengua
materna. Lo ideal sería aprender la lengua nueva pero sin dejar de mejorar la
propia.
La
lengua no conoce de patriotismo, no tiene fronteras. No podemos imponerle
barderas, ni razas. La lengua es una herramienta de comunicación y aceptarla no
es cuestión de elegir o no. Es una necesidad sobre todo. La lengua sobrevive
gracias a los hablantes. Y cuando mayor es el grupo de hablantes de una lengua
determinada, esta sobrevive mejor. Al contrario, aunque sea tu lengua materna,
la lengua de tus sentimientos primeros, si no te tiene quien la hable, quien la
enseña, muere lentamente. Los hablantes somos lo primero en sentir cómo
agoniza, cómo se apaga. Muere de soledad y de silencio. Dirán algunos que
podemos reanimarla escuchando polka paraguaya todos los días, hablándola en
casa, si es que tienes con quien, o leyendo libros escritos en guaraní. Que
ocurra esto último es más difícil todavía. La lectura de libros, y menos aún si
están escritos en lengua guaraní, no es nuestro fuerte. Para colmo, algunos
paraguayos ni siquiera pueden oír a alguien hablar en guaraní.
Si
realmente queremos que la lengua materna de muchos paraguayos no agonice, si
queremos evitar que muera rápido, tendríamos que hacer, los hablantes y el
Paraguay en este caso, mucho esfuerzo e inversión. Como hicieron, por ejemplo,
en los años sesenta los exiliados españoles: fundar una escuela en el país
anfitrión (Francia o Alemania) para que los hijos aprendan la lengua de sus
padres. Ellos sabían que no era suficiente con hablarlo en casa, si es que al
menos lo hacen. Pero todos sabemos que abrir una escuela de guaraní es un
proyecto casi utópico.
Cada
día que pasamos fuera de nuestro país la hablamos menos y nos vamos olvidando
de su abecedario, de su tono, de su música… Afortunados los que estáis en
Paraguay y podéis conversar en guaraní, aprender en guaraní, escribir en
guaraní, pensar en guaraní, sentir en guaraní, vivir en…
Hablando con Joan Margarit sobre la lengua materna me decía que uno de los terrores básicos del escritor es el temor a perder la lengua de su infancia, aquellas palabras que dieron forma a los primeros sentimientos. Así que entiendo tu desasosiego y ojalá la literatura sirva de refugio seguro a tu lengua y levante paredes hospitalarias contra el olvido. Un abrazo desde Rivas.
ResponderEliminarLa literatura me ha ayudado bastante en estos años fuera del núcleo donde bulle mi lengua guaraní. Sin ella, seguramente mi pérdida sería mayor. Gracias por tu comentario, José Luis. Un abrazo desde La Corredoria (Oviedo).
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