El
hombre antes de saberse un mendigo de verdad, empieza soñando con una vida
feliz, con casa e hijos y una esposa. Primero pasa un tiempo mendigando, solicitando
un trabajo. Bueno, antes acaba los estudios, luego se pone a buscar laburo con
la ilusión de que le van a abrir todas las puertas del mundo con su nuevo
título. Después de un año, se tiene que marchar del país porque está cansado ya
de mendigar un puesto para lo que se ha preparado toda la vida. Pero si el
mendigo apenas tiene un graduado escolar o no lo tiene siquiera, entonces la
cosa se pone más difícil. No puede salir siquiera de España. Ya no existe la
América donde fueron sus abuelos y volvieron con algo para vivir. Así pues, después
de llevar varios años al paro y de haber perdido a los amigos, a la familia y
al futuro de una democracia que brillaba esperanzador para la nueva generación
a la que él pertenece, después de haber pasado por varias etapas de
desesperación, después de perder hasta la misma vergüenza, decide salir a
mendigar como un verdadero vagabundo.
Se
deja un poco de barba, coge un gorro y sale a la calle a pedir a todo el mundo
unos céntimos. Después de unas semanas, pierde también la voz. Le sale ronca y
seca. Las palabras se le atascan en la garganta como un pan seco. Entonces
decide arrodillarse frente a una Iglesia, tendiendo las dos vacías manos y
bajando la cabeza hacia el suelo. Incluso aguanta unos días de lluvia en esa
incómoda posición. Pero las rodillas se le ampollan y renuncia a estar
arrodillado. Decide una vez más que no se va a rendir y que va a morir parado,
como un verdadero soldado. Finalmente se le ocurre escribir un pequeño cartel.
Busca un trozo de cartón en un cubo de basura y, con un boli que pide prestado
a uno de la ONCE, escribe: “Llevo cinco años en paro. Necesito ayuda para vivir.”
Otros escriben: “Tengo cinco hijos que alimentar. Me han desahuciado. Necesito
ayuda para mantenerlos”. Se coloca junto
a la entrada de un supermercado o la estación del tren. Alguno más ingenuo se coloca junto a un banco.
Si tiene suerte, un perro callejero le hará compañía. Será el único en escuchar
su queja. El único en compadecerse de su situación. Será el único que le hará
entender que no es el único perro abandonado.
No todos los mendigos que vemos por
las calles españolas son españoles. En realidad todos los mendigos son iguales.
Es como si todos perteneciesen a un mismo país de miserias. Decía que no todos
hablan castellano. Algunos vienen de otros lugares pensando que aquí la sociedad
tiene un corazón más caritativo, pero no saben que por la vena de todos los
seres humanos corre la misma sangre ingrata. El mendigo extranjero, lo primero
que cree descubrir es que si no pone en su cartel que es de la vieja Castilla,
es decir, español antiguo, quizá nadie le eche un céntimo a los pies. Sabrá que
aquí en España, incluso para ser mendigo es necesario solicitar la nacionalidad.
Sabrá que si no la tiene, puede que pronto se le culpe a él por el paro y la
crisis del país. Así que escribirá: “Soy español, llevo en paro cinco años, me
han desahuciado, tengo tres hijas…”. Cree que lo más importante de todo es que
ponga que es español. Pobre de él si pone eso en las calles de Barcelona. Allí
tendrá que poner que es catalán; y si está en Asturias, que es asturiano hasta
la sexta generación. Pero me temo que tampoco le salvará ninguna bandera. La
verdadera caridad no ve el idioma que hablas, no ve de qué lugar procedes. Solo
se fija en ayudarte, aunque cada día se está volviendo más miope.
Al final, da igual que sea
extranjero o no, el mendigo vivirá en la indiferencia, como un ente invisible,
sin rostro, porque nadie se atreve a mirarle a la cara. La gente tiene miedo de
ver reflejado en el vagabundo su propio futuro. El mendigo dejará que los días
grises caigan sobre su cuerpo como cáscaras de otoño. Los niños le tendrán un
miedo y tendrán pesadillas con él. El mendigo se despojará de todo. Solo nos
quedará la sensación de que no le preocupa nada, de que no tiene ningún
problema que le aqueje (renta, hipotecas, vacaciones, etc.). Tendremos la
sensación de que se ha convertido en santo, que busca cada noche para dormir el
recinto de un cajero automático. Sabe que allí estará más cerca del dinero. Y
en sueños puede que perciba el vago olor del euro, del peso, del yen, del
guaraní, del dólar… del dinero. El olor que cree había olvidado. Él no tiene
dudas de que el dinero sí da la felicidad.
Muy bueno y tierno, Cristian.
ResponderEliminarGracias por poner nombre a estas personas deshumanizadas por el resto de la sociedad. Yo sí suelo mirarles, y cuando lo hago, cuando veo sobre qué pila de cartones pasan sus noches, se me estremece el cuerpo. Creo que muchos terminan así por problemas psicológicos (hubo uno que me contó que su hijo había muerto al poco tiempo de nacer. Él era abogado de renombre en el norte de España... se dijo a sí mismo que no volvería hasta no pasar un año en la calle... cuando me lo contó ya llevaba varios meses más... se había metido en peleas y, alguna que otra ocasión, había sido detenido. Él se jactaba de eso. Supongo que nunca volvió a su casa: no quería enfrentarse a la "realidad"... huía constantemente)
Qué pena de sociedad..gracias por el relato
ResponderEliminarIbas bien hasta escribir la absurdez de "Pobre de él si pone eso en las calles de Barcelona. Allí tendrá que poner que es catalán; y si está en Asturias, que es asturiano hasta la sexta generación. Pero me temo que tampoco le salvará ninguna bandera. "
ResponderEliminarUna muestra más de los múltiples prejuicios que nos rodean y condicionan. Quizás viajar más, o simplemente conocer, te ahorraría resbalones como este. Tómalo como una crítica constructiva. Un saludo.