El
sabor de una comida puede transportarnos en el tiempo. A veces no sabemos lo
que guardamos en la memoria, hasta que un toque de los sentidos abre la puerta
de los días que creíamos olvidados. Esta semana he vuelto a probar, tras muchos
años sin hacerlo, un plato de kumandá
(o poroto), que me ha llevado a Depósito Cué, un rincón caaguaceño.
Cuando
era niño, recuerdo que una anciana, llamada Ña Lucila, me invitaba a comer,
especialmente cuando cocinaba kumandá,
mi comida favorita. Nada más salir de la escuela, iba corriendo a su casa. Yo
siempre le decía que su kumandá arró era la mejor comida del mundo. “Lo
hago con amor”, decía mientras comíamos. “Durante la noche lo dejo en agua y lo
saco fuera, al cerrazón, para que las estrellas bendigan cada grano”. Yo la
escuchaba como si estuviera contándome un cuento. Creía que algo mágico tenía
su comida. Y sí, tenía algo milagroso, podía saciar el hambre durante horas. “Come
más. Ne akãmeguara iporã, nemoarandúta”, repetía. Yo no dejaba que me insistiera.
Yo
no entendía cómo algunas personas se quejaban si sus mamás les cocinaban poroto.
Se hacían las fifís, las sofisticadas. Decían que solo los campesinos debían
comer poroto. Para mí, el kumandá era
(y es) lo más sagrado.
Aquí,
tan lejos de Paraguay, podemos conseguir kumandá
en algún supermercado. Esta semana, Marta ha cocinado poroto. Nada más llegar y
abrir la puerta de casa, me recibió el olor de mi infancia. En la mesa vi los rojos
porotos en el caldo, el color de mi tierra.
El
sabor de una comida puede transportarte muy lejos. Si algún día vuelvo a
Paraguay, estoy seguro que si pruebo por casualidad un plato de fabes, lo primero que recordaré es
Asturias y su gente.
[Publicado en Guaydelparaguay, año 2, nº 1]
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